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Noëlle, 29 años. Artista de manos pequeñas. Madre de plantas y de un perro llamado Ficus. Ilustradora, diseñadora gráfica, fotógrafa aesthetics y bloguera desde la cuna.

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La mujer bengala

Había días en los que ella creía que el agua era la vida. Sin agua, no había vida. Ésta era fresca, fluida y cambiante como el agua. Inquieta, tormentosa y diferente entre cada gota. Creía que su inexplicable paso por el mundo, que su vida, era como un río el cual alimentaba a otros más grandes y a la vez, en su pequeña e insignificante escala, era necesario para otros más pequeños. Y ella terminaría en el mar, concluyendo su efímero recorrido como los demás ríos, sumando su número de gotas a un cúmulo tan elevado que era innecesario llevar la cuenta.

Entonces, con el paso del tiempo y de los estragos de éste sobre ella, perdió la percepción del agua como símil de la vida. Los recuerdos más fríos, tibios, vulgares, se mostraban contundentes en forma de agua; grandes bloques de hielo imposibles de pasar desapercibidos. En cambio, aquellos que realmente dañaban el alma, aquello que se le grababa en fuego en lo más profundo de su existencia, se mostraba en un estado casi invisible, imperceptible. Escapándose de sus dedos como si nunca hubiera ocurrido. Por lo que, si la vida como agua le llenaba de frivolidades y en cambio lo más doloroso y contundente flotaba en el aire… El agua no se parecía en nada a la vida. Al menos a su concepto de vida.

La vida es fuego. El fuego lo crea y lo mueve todo; forma parte de la energía,  de un cuerpo vivo. El fuego, asimismo, devora y consume hasta quedarse en la nada. El fuego, por más que se propaga, se apaga. Pero incluso apagado es capaz de dejar unas cenizas que tardan en evaporarse en el tiempo. 

La idea de ser una pequeña chispa capaz de llegar a ser una gran lengua de fuego le fascinaba. Quería llenarse de calor y brillar, llegar a ser capaz de iluminar un oscuro y solitario cielo con su personalidad, su sonrisa, sus ideas. Quería cautivar miradas que se perdían en el vaivén de sus llamas, observadores incapaces de mirar hacia otro lado. Quería que su vida, tan radiante como el fuego y tan dolorosa como una quemadura en la piel, tuviera su gran momento de brillar: esforzarse con una luz tímida para llegar a lo más alto y mostrar todo de lo que es capaz. Un segundo eterno que algunos se pierden por no estar mirando a la nada y otros en cambio congelan para siempre en su memoria por haberse anticipado al momento, conscientes de la pequeña chispa que flotaba en el aire. Y luego, aún en brasas centelleantes, se desvanecería poco a poco, volviendo hacia el suelo.

El problema de ella, aquella que pasó de río a cohete explosivo, es que sabía que aún no había llegado su momento. Por más que se empeñaba en avivar el fuego y en ascender hacia arriba a veces se sentía atrapada en el mismo punto, sin moverse. Quizás tenía demasiado miedo al momento de la explosión, demasiada presión por saber que no podía defraudar a aquellos que estaban esperando en qué se podía convertir aquella chispa maltratada por el tiempo. Podía llegar a ser grande, enorme, por crecerse ante las adversidades. O quizás el cúmulo de mala fortuna y desgracias terminaría extinguiendo la chispa en mitad del camino hacia el cielo.

Quizás, y sólo quizás, era demasiado temprano como para sentir que se encontraba en lo más alto. O que aún no habían llegado todos los espectadores que la verían brillar. Así que la vida se iba quemando en el fuego, consumiéndose lentamente en una grácil pero poco valorada bengala.
Por ahora. 

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